jueves, 31 de mayo de 2012

Historias de Hospital

Emilita descansa. Hoy ha sido un agotador día: tuvimos que realizarle un TAC de cerebro para el cual debía estar durmiendo, y costó bastante hacer coincidir su sueño con el examen, pero gracias a Dios, ¡lo conseguimos!

Mientras contemplaba a mi hijita, le relataba a la Técnico del Home Care nuestra traumática experiencia con la traqueostomía de Emilita. Entonces ella comenzó a contarme otras historias, historias de niños en un hospital público:

Josué. Padecía de graves malformaciones congénitas faciales ocasionadas por la drogadicción de sus padres. Su paladar estaba fisurado por completo. Su fisonomía era tan particular que lo apodaron "Stuart", y se acostumbró a este seudónimo, al que respondía presto.
Considerando sus malformaciones que dificultaban la circulación de aire, los médicos le realizaron una traqueostomía recién nacido, y así creció hasta cumplir el año, momento en el cual deciden decanularlo. Sin embargo, el  cerebro del pequeño Josué ya había olvidado respirar por su via aérea alta, así que privarlo de su sostén habitual implicaba un gran esfuerzo... ufff! lograr que él se acostumbrara a los lapsos sin su cánula parecía una tarea titánica.
Cuando le era arrebatada la cánula, su color de piel se tornaba azul, y todas las trabajadoras trataban de calmarlo y desviar sus desesperadas manitos de su cuello...pero lograron finalmente que Josué volviera a usar su virginal nariz. Cuando empezó a escuchar su voz, se reía a carcajadas, percatándose de tan peculiar habilidad, y se golpeaba las rodillas exhibiendo a todo el público su novedoso don.

Ahora vive en un hogar del Sename.

Marcos, hijo de un chichinero. Lo recordaba por la perseverancia de sus padres en visitarlo puntualmente todos los días a las 17:00. El papá llegaba al hospital sudoroso y con la piel enrojecida y las arrugas ya curtidas por el sol; corría al baño a pulir todas las huellas de su oficio, y salia muy peinado a besar a Marcos, contándole todas las aventuras de su jornada, esperanzado de que aquél retoño siguiera sus pasos y evitara así la extinción del peculiar chinchinero. Claro, esto sólo sería posible una vez que él volviera a caminar, como antes de aquél día... Marcos era apenas un lactante cuando lo cargaba su mamá y él abruptamente volvió su cuerpo hacia atrás, golpeándose la cabeza. Los inexpertos padres del pequeño lo dejaron descansar, sin advertir que dentro de su encéfalo se había desencadenado una hemorragia cerebral que lo dejó casi en estado vegetal. Pero bueno, eso era el pasado. Ahora el niño tenía ya cuatro años, y se estaba parando con muletas forjadas por el incondicional amor de sus progenitores, que lo visitaban todos los días a las 17.

La niña con síndrome de Down. No recuerdo su nombre. Ya tenía 7 años, pero desafortunadamente, la peor de las madres. La pequeña apenas si tenía las suficientes mudas para cambiarse, y si usaba shampú era gracias a la caridad del resto del personal hospitalario. Entonces aparecía su progenitora un par de veces al año, sólo para sustraerle sus contadas prendas y venderlas en la feria. Las navidades no eran la excepción, y los regalos que llegaban a los niños hospitalizados, incluyendo a su hija, terminaban escondidos en el bolso, y ofrecidos al mejor postor de algún barrio pobre de la comuna.
"Era una gorda exquisita, pero nadie la quería adoptar", me confiesa. "¿por el síndrome, no?", la interrogo. No. No era por el síndrome, sino por la costumbre de esta niña de masturbarse continuamente, a tal grado de hacerse llagas en los genitales. Si bien los niños con un cromosoma adicional tienden a tener una líbido muy elevada, nunca se pudo comprobar en tribunales los abusos sexuales del padre de la menor que explican tan extrema conducta. Allí andaban ellas poniéndole vaselina, nistatina y cuanta cosa se les ocurriera para proteger su piel, ah, y por supuesto, la muda debía ser muy veloz a fin de que ella no percibiera que andaba desnuda.
Una técnico la quiso adoptar, pero atendida su situación de concubinato, se le negó a la menor esta posibilidad.
Aún sigue en el hospital.

Y finalmente, me relata la historia de una hija de evangélicos, como nosotros, "personas de mucha fe". Mi mala memoria no me permite recordar ahora su nombre. Tenía un tumor encefálico.
Cuando llegó al hospital, corría y caminaba por doquier. Sus papás vivían en Curacaví, así que viajaban todos los días desde allá. Algunas veces se quedaban a dormir en las incómodas y lúgubres bancas del hospital  para así ahorrarse un pasaje. Oraban todos los días por su hijita, confiados en que el poder de Dios se manifestaría en su pequeña.

Tal era la conexión y el cariño que le tenían a la niña, que las trabajadoras le organizaron un bingo para poder costear un carísimo examen médico, imposible de acceder para su humilde familia.

A pesar de los cuidados médicos, paulatinamente, la menor se fue cansando, su sonrisa se volvió escasa y la ventilación mecánica se hizo necesaria frente a un sistema pulmonar al que ya no le interesaba oxigenarla.
 No obstante, la fe de los padres no decayó, y a pesar de las circunstancias, siguieron clamando por el milagro, mientras miraban una y otra vez las imágenes donde la menor aparecía corriendo, riendo, jugando; tratando de revivir momentos que parecían tan distantes, y en ocasiones, decididamente inciertos.

Pero el milagro nunca llegó. No al menos del modo en que usualmente lo concebimos.
El tumor avanzó a pasos agigantados, se expandió por su cerebro hasta que ella quedó en estado vegetal. Tenía apenas un año y siete meses, ¡una edad tan preciosa, tan cargada de risas, de juegos, de pequeños logros!
Su corazón olvidó que apenas tenía míseros 19 meses de uso, y se comportó como el de una anciana cansada de los sinsabores. Comenzó a fallar, lentamente, hasta que llegó el día en que el órgano estimó que ya no quería más. "Fue un día espantoso para mí", me relata mientras sus ojos  se llenan de lágrimas.
Su madre aguardaba silenciosa en el pasillo, clamando, llorando, reclamándole a Dios. Cuando le informaron que su amada hijita abandonó este mundo, ella enloqueció de dolor.
Mi relatora todavía recuerda los gritos de la madre despojada de su descendencia.




Cuan terribles son las historias de hospital que ella me relató!

Cuantos motivos para orar, para servir, para agradecer!

No hay comentarios:

Publicar un comentario